Dejarse conocer, en intimidad, implica coraje. Requiere confianza. Abrirle la propia historia con sus heridas y sinsabores a otro es un acto de fe. Porque no sabemos, de antemano, de qué manera recorrerá las vetas y surcos de nuestra existencia. ¿Sabrá adentrarse con delicadeza en el territorio frágil y vulnerable de un corazón humano? ¿O, por el contrario, se asentará con prepotencia en la tierra húmeda y pisoteará las flores del jardín?
Abrirse para mostrarle el paisaje interior a quien intenta conocernos nos pone en un lugar inseguro. Deponer las defensas, quitarnos las máscaras, bajar la guardia... todo ello nos hace sentir la inminencia del peligro. Ya no estamos armados, todo lo contrario. Y ese "desarme" es el que permite que la propia esencia exhale su perfume hacia el exterior. Si no, es sólo un concentrado encerrado en un frasco que nadie percibe.
El primer paso para ser conocido, aprehendido, captado por alguien, es dejarse conocer. Y el segundo, que no necesariamente se desprende del primero, es que ese otro pueda aprehendernos, captarnos, conocernos de verdad. Pero esto, lamentablemente, no siempre sucede. No es una ecuación matemática.
Muchas veces invitamos a que otro entre en nuestra casa, le abrimos puertas, ventanas, le convidamos una porción de nuestra historia, pero el otro se aparece con su propia canasta de picnic llena de cosas ya preparadas y se apura a comerse lo que trajo sin siquiera mirarnos. Y el fallido diálogo se transforma en una traducción simultánea y desconectada de nuestro idioma. Una interpretación errónea y alejada del propio corazón que no necesita intérpretes para ejecutar sus latidos. Y luego de ese des encuentro sobreviene la pregunta inevitable: ¿Conviene que vuelva a hacer esto?
A nosotros, los hombres y mujeres que habitamos suelo humano, nos encanta interpretar. Vivimos en el maravilloso mundo de las interpretaciones. Creemos saber, mejor que el otro, qué es lo que a éste o aquél le duele, le importa, le falta, le sobra... llenamos las pausas como si fuesen casilleros, los silencios como si fuesen abismos.
Es que mientras siga el parloteo incesante, no habrá que vérselas con alguna incómoda verdad. Y mientras evitemos sostener la mirada, no habrá que sumergirse en aguas profundas. Lo profundo suele ser oscuro. Húmedo. Incierto. Mejor quedarse en la superficie. Donde nadan de a muchos. Donde el agua se ve más clara y los pies no se hunden. Aunque el corazón, ese que acuna y custodia el propio ser, lata, invariablemente, en las profundidades.
Victoria Branca
Hola Victoria! Me encantó leerte y entender un poco más cómo somos. Y me encantan tus palabras!!!! Un beso, Gloria.
ResponderEliminarMe estoy haciendo tu fan nro 1 Vicky!!! Gracias por compartir lo q escribis!
ResponderEliminarBesos
Mary
Siempre te sigo!! Siempre me llegas al alma cuando te leo.
ResponderEliminarMuchos besos
Victoria!! meses sin pasar por acá, me debo el ponerme al día con tus posts. Me gustó la alegoría de la canasta de picnic, seguro más de una vez la llevé a algún lado y desplegué mi mantelito...!
ResponderEliminarTe dejo por ahora un abrazo y que tengas un buen año nuevo!