
El mundo ha combatido históricamente la insurrección. Con la creación de los manuales de convivencia y comportamiento, la sociedad cobró vida y el orden se estableció como un estandarte de civilidad.
La civilización occidental venera la vida ordenada. Y su contraparte, el caos, es signo de bruta barbarie.
El mundo, desde que los custodios del paraíso nos echaran dando un portazo, es una lucha constante entre esto y aquello, ese y aquél, lo que pienso y lo que siento, deber y placer. Y la vida transcurre en los carriles construídos por sociedades que intentan dirigir al convoy hacia las metas fijadas. O hacia los corrales adecuados. O hacia las preciosas jaulas doradas del consenso.
Pero la vida no es orden absoluto (tampoco caos infinito), ni disección arbitraria, ni páginas ordenadas de algún libro universal.
La vida es movimiento. Se asemeja más a una danza libre que a una marcha organizada. Y parece andar más por laderas y orillas que por rutas asfaltadas y estrechas.
Toda vez que pretendamos que nuestra vida transcurra en linea recta es seguro que en alguna curva nos salgamos de pista. Y si nos empecinamos en combatir los sentimientos espontáneos para adecuarlos a lo que
debe ser, es probable que estemos gestando un pequeño monstruo interior, como el pobre Jeckyll, que termine amotinándose en nuestra contra.
"Un impulso que se contiene se carga de energía y se convierte en inhumano", avisa Marie Louise Von Franz, la discípula de Jung.
Y esa energía estancada y deformada termina enfermándonos, sumiéndonos en una tristeza rancia. Y sombría. Y nos aleja irremediablemente de un componente esencial de la vida: el gozo.
La vida también es eso: "Una exultación del espíritu". Es alegría y deleite. Y un pequeño paraíso vivo y danzante con sus puertas abiertas de par en par.
Y la danza ocurre en medio del caos y el orden. Del día y la noche. Del deber y el deseo. De éste y aquél. De ésto y aquello.
Y mientras uno danza no hay nada de qué preocuparse.
Los montruos y las sombras obran como esos custodios rígidos que mantienen las puertas cerradas, dejando toda la fiesta oculta para nuestros ojos. Pero sólo son creaciones de nuestra desmemoria. Y de nuestro temor.
Hace falta salir del autoencierro. Quitarse los pesados zapatos del acostumbramiento y dejarse llevar por la música. Y permitir que, a través de nosotros, el cielo y la tierra vuelvan a ser lo que siempre fueron: una gozosa unidad.
Victoria Branca