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A propósito de Halloween, fiesta de brujas, que hoy se celebra sobretodo en Estados Unidos, sobrevuela en mi mente la idea de la inocencia. Esa palabra que suele adjudicarse a la infancia, como sinónimo de ingenuidad y pureza.
Al parecer, son los niños quienes portan la etiqueta de inocentes. Y es la vida, con sus tajadas de crueldad, quien va desgarrando esa cualidad inmaculada y áurica que los rodea.
A los niños se les atribuyen cualidades y virtudes que deberían ser dignas de imitar. Son los portadores de la mágica llave que abre las puertas del paraíso. "Si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos", destaca la biblia.
¿Y cómo son los niños? ¿Cuáles son esas mágicas cualidades que los hacen dignos de entrar en esa Casa?
Los niños son naturalmente egoístas. Buscan satisfacer sus propias necesidades y deseos. Defienden con uñas y dientes sus pertenencias. A veces las prestan, muchas veces no.
Dicen lo que piensan, sin miramientos ni delicadeza, hasta que algún adulto les endereza el torcido descaro y empiezan a disfrazar sus pensamientos.
Ríen a carcajadas sea o no adecuado el momento y el lugar. Lloran a los gritos, en iguales circunstancias a la anterior.
Mienten. ¡Cómo mienten! Y no sienten culpa ni remordimientos por ello.
Son caprichosos y exigentes.
Saben lo que quieren, y no descansan hasta conseguirlo.
Tienen una creatividad sin límites y la ejercen toda vez que pueden y toda vez que no son cercenados.
Son curiosos. ¡Curiosísimos! E investigan sin vergüenza tanto su cuerpo como el ajeno; cajones y escondrijos; billeteras y baúles; carteras y roperos; y todo aquello que les indique el haz de la propia inquisición.
No conocen la idea de límite hasta que un adulto se las impone.
No sienten temor hasta que alguien les cuenta que el miedo es de temer.
Sueñan las veinticuatro horas del día. Y hacen horas extras.
Se hacen amigos de desconocidos sin importarles raza, credo, inclinaciones o profesión.
Profesan su fe sin esconderla y creen en todo. En Papá Noel y los ángeles. En los duendes y los planetas. En las hadas y los extraterrestres. En las brujas y sí, en casi todo lo que les dicen los adultos.
Los niños son espontáneos y, sobretodo, libres. Ejercen el derecho por excelencia que es el libre albedrío.
¿Y eso es lo que los hará entrar sin escalas ni papeleo al paraíso?
O tal vez sea la inocencia. Esa cualidad que no está contaminada por el desencanto, ni por el desengaño, ni por la amargura. Esa virtud llena de fuerza que es capaz de revertir las heridas y transformarlas en fuentes de vida y abundancia.
Esa pequeña y poderosa llama que nunca se apaga.
A pesar de las tormentas y de los vendavales. A pesar de la desesperación y el miedo. A pesar del odio y la desesperanza.
Victoria Branca