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Las heridas son grietas por donde se cuela la voz del alma.
Y cuando su proceso de curación ha quedado a mitad de camino, suelen supurar de nuevo para que les prestemos atención y terminemos de sanarlas.
El duelo es la respuesta natural que sobreviene a una pérdida. Es la manera sana en que podemos reacomodarnos a lo que ha hecho trastabillar nuestra existencia.
Pero los duelos no cuentan con muchos adeptos ya que son algo caóticos. Durante este proceso suelen mezclarse de manera desordenada el enojo, la tristeza, la apatía, el desconcierto, la negación.
Las emociones parecen amotinarse en nuestro interior y están listas para escapar por la primera rendija que encuentren para hacer escándalo.
Esta manifestación desenfranada nos asusta y hace que muchas veces ejerzamos un control excesivo para mantenerlas aprisionadas, pero las emociones son puro movimiento y aunque pretendamos echarlas escaleras abajo en alguna celda silenciosa nos asaltarán por sorpresa en el momento menos pensado.
Es que el alma no puede permanecer amordazada por mucho tiempo, y cuando no escuchamos los susurros en que intenta comunicarse con nosotros, no le quedará otra alternativa que apelar a un buen grito.
Somos algo perezosos para encarar lo que no nos gusta, y muchas veces solemos posponer un proceso de duelo porque nos incomoda. Pero al hacerlo, dejamos en suspenso a nuestro corazón que aprende a latir en voz baja para no despertar a las viejas heridas. De esa manera todo disminuye su intensidad. El dolor. El enojo. El amor...
Victoria Branca
Extractado de mi libro
Tal vez Mañana