viernes, 18 de septiembre de 2009

La casa de Ernest Hemingway



















En noviembre del año pasado visité la casa de Ernest Hemingway en Key West.
Caminé unas diez cuadras desde el caribeño centro comercial hasta
el "old town",donde una pequeña entrada custodiaba el refugio que el escritor se había hecho para escapar del vértigo del mundo.
Está rodeada de un parque fértil y tupido, cuyos habitantes permanentes son los
descendientes de unos gatos de seis garras que Hemingway supo adoptar.
La casa, hoy museo, es una visita obligada para quienes se aventuran desde la shopinesca Miami hacia la lengua atrevida del sur de Florida, que pareciera hacerle burla a los balseros cubanos que sueñan con desembarcar en ese paraíso perdido.
Pasé dos horas recorriendo todo los rincones del lugar, hasta que, atravesando un pequeño patio trasero, subí la escalera que me llevaría hacia el escritorio
del ex pescador. Un cuarto austero y españolísimo, con algunos trofeos de caza, y en el centro una pequeña mesa de madera con una máquina de escribir.
Me quedé apoyada sobre la puerta de reja aferrada con mis manos a sus barrotes, imaginando al escritor en su silla.
Y por mi mente pasaron imágenes veloces de una vida intensa. De una vida vivida.
Mudanzas. Guerras. Amores. Viajes. Desengaños. Travesías. Palabras. Y el mar...
Ese mar mojándolo todo con la sal de la historia. Y despertando en el alma vieja el ímpetu de un jóven que quiere beberse el mundo para luego echarse a dormir una siesta bajo ese plátano añoso, o esa palmera centenaria, que aún custodian su jardín.

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