martes, 5 de julio de 2011

La Caja



















Me arrodillé sobre el escalón de madera. Apoyé mi mejilla sobre la placa agujereada, fría, y comencé a hablar. Él me escuchaba en silencio. Podía verlo, allí dentro, sentado contra la pared de ese receptáculo diminuto. Escondido. A resguardo.
Yo hablaba en voz baja, casi en un susurro. No quería que nadie escuchase mis pecados. Solo él. Aunque eso me daba cierta incomodidad también.
El no decía nada. Respiraba con pausa. Sosegado. Mi respiración era más entrecortada. Superficial. Mis palabras, graves. Lentas. Hondas. En medio de un largo silencio espié por las rendijas de metal. Sus manos estaban unidas sobre la falda negra. Sus ojos permanecían cerrados. Todo era silencio. Afuera, algunas personas rezaban en un murmullo parejo.
Mis últimas palabras aún resonaban en mis oídos. Como si ese habitáculo fuera una caja de música, así rebotaba el sonido de lo que acababa de decir. ¿Sería un pecado mortal? Él no respondió. Sólo bajó la mirada. Yo lo espié. Y luego cerró los ojos. Así estaba mientras yo recorría su silueta con disimulo.
Carraspeó. Abrió los ojos. Miró al techo. ¿Habrá querido ver el cielo? Pero sólo había madera oscura sobre su cabeza, y metal a su alrededor. Él estaba allí dentro. Atrapado. Yo venía de afuera, de ver el cielo, de oler las flores, de andar descalza por el parque.
Él llevaba unos pesados zapatos acordonados, iguales a los de mi abuelo. Bien lustrados. Tenía pies grandes. Ya había escuchado su pisada firme cada vez que avanzaba hacia el altar. Siempre me divertía ver la punta de su calzado asomar por los bordes de su túnica blanca. Luego seguía recorriendo la blancura de su vestido hasta llegar a su cuello: otro lugar desnudo, en libertad. Podía ver los puntitos negros de su barba afeitada. Hasta distinguía, desde lejos, dónde se había cortado al rasurarse. Me imaginaba la sangre chorreando por su piel, al agua aclarando el rojo oscuro, la reacción de sus poros al jabón, y sus manos frotando con suavidad la herida. Imaginaba su rostro frente al espejo y yo, del otro lado, enfrentando su mirada. Dejándome penetrar por sus ojos recién abiertos mientras le devolvía el reflejo de su humanidad. Y suspiraba, mientras él se mostraba como Dios lo trajo al mundo: sin túnica, sin zapatos, sin toalla.

Todo era silencio, salvo dentro de mí. Un tumulto de voces, de gritos, de suspiros...todos festejaban mi descuido en el tiempo. Volví a espiar por las rendijas: tenía las manos sobre su rostro, como si quisiese esconderse aún más.
Dije su nombre. No le dije "Padre". Él bajó sus manos y me miró. A través del metal agujereado nuestros ojos se encontraron por primera vez. Me sonrió. Yo reí nerviosa.
Dijo mi nombre. Salido de su boca fue como si me hubieran bautizado por segunda vez. Me quedé muda. Paralizada. Pero sólo por fuera. Dentro, todo era fiesta, celebración. Hacía tanto tiempo que esperaba ser mirada por él...
Sus ojos eran claros, transparentes. Me miraban a mí. Ya no al techo. A mí.
No dijo nada más. Apoyó su mano sobre el metal para incorporarse. Yo apoyé la mía desde el otro lado. Nuestro dedos se rozaron. Nuestras pieles se tocaron. Fuimos uno por unos segundos. Fuimos uno.

Victoria Branca,
Con los pies desnudos

3 comentarios:

eli dijo...

Se siente muy intenso todo!
Me remite a Camila y Ladislao... o tengo una visión muy pervert?

Anónimo dijo...

tal cual!!! Camila y Ladislao!! El sabor de lo prohibido???UUUUUFFFFFFFFF!!!!!!!!! tinker bell

Bea dijo...

HUAUUUUU! el jardìn del Edèn...
QUE RESUENA?

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