jueves, 26 de noviembre de 2009

Copyright
















Sabernos dueños de algo nos da seguridad.
Los pronombres tienen ese efecto sedante de hacernos sentir protegidos.
Mío. Mi. Nuestro...
Etiquetar de ese modo cosas y personas nos da la sensación de que estarán allí para siempre. Algo así como un copyright que nos garantiza derecho imperecedero sobre ese bien personal.
Los pronombres poseen y dan señorío.
Uno se pasea con ellos con cierto aire de superioridad.
"Mi casa", "Mi trabajo", "Mis hijos", "Mi pareja", "Mi saber"...
Acumular la mayor cantidad de pronombres posesivos sería proporcional a nuestro valor. Cuanto más poseo, más soy.
Pero el pronombre no es más que algo que se ubica en el lugar de otro. Carece de significado real y propio. Usurpa, por un rato, un espacio que no es suyo.
Ni mío, ni de nadie.
Son, digamos, de ocasión.
Casa, trabajo, hijos, pareja, saber... no me pertenecen. Ni a mí, ni a vos, ni a nadie.
Son bienes concedidos. Regalos del vivir. Préstamos que la vida me hace sin echarme en cara ningún copyright.
Como las palabras. Que se unen a su antojo a través del que escucha con atención. Sea poeta, filósofo, déspota o enamorado.
Y reclamarlas como propias sería absurdo.
Porque, como le dice el cartero a Neruda, "no son de quien las escribe, sino de quien las necesita."

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