lunes, 26 de marzo de 2012

Veronique


















Me gustan los hombres. Siempre me gustaron. Todos.
Bueno, no todos. Me completan. Me encienden. Descubren partes mías que yo ni siquiera sabía que tenía.
Me hacen sentir mujer. Y yo los conecto con sus lados olvidados, como esa cara de la luna que se oculta. Soy como un faro, erguida en medio de la noche, que alumbra esos recónditos espacios que nadie se atreve a mirar. Eso les doy. Una especie de ofrenda sagrada que ellos atesoran de por vida.
Conocí muchos hombres. ¿Podría decir que ellos me conocieron a mí? No lo creo. El alma femenina es insondable. Como el océano. Al igual que las profundidades. Eso me gusta: ser un misterio; ser un tesoro escondido en el medio del mar.
Mis hombres se han adentrado en la hondura de mi femineidad pero no han permanecido allí lo suficiente. Los abismos los asustan. La oscuridad los ahuyenta. Les gusta que haya algo de luz, un haz intermitente de claridad, de lo contrario se perderían a sí mismos. Soltarían el control y ya no tendrían poder suficiente. Eso les aterra a mis hombres: perder el mando, someterse. Saberse manejados por una mujer les da pánico.
La madre es otra historia. Una vieja y repetida historia. Nadie puede reemplazar a ese útero caliente que les dió la vida. Pero ellos buscan sustitutas. Siempre están queriendo volver al vientre materno. El destete fue traumático y prematuro para ellos. Por eso mendigan amor sin pausa. Yo los veo como niños, a mis hombres. Como pequeños que buscan regresar al paraíso perdido. Y los amo como una madre. Los recibo sin regañarlos y los acuno entre mis pechos hasta que ellos se duermen. Ellos suspiran. Parecen fugitivos que finalmente han vuelto al hogar.
Son tiernos. Me gusta devolverles esa pureza perdida. A veces, hasta se animan a llorar. No los reprimo, dejo que sus lágrimas desciendan en libertad. Sólo les abro mis brazos para que vuelvan a sentir los latidos de un corazón de madre.
Se acurrucan entre mis pechos y yo les acaricio la cabeza mientras les digo en un susurro que todo está bien.
Así se duermen, rodeados de mi cariño. Pareciera que no descansaran desde hace siglos.
Me enternecen cuando por esos breves instantes sueltan el timón. Así nos hacemos a la mar, en perfecta comunión. El agua nos rodea y nos penetra. Nos eleva y nos sumerge.
Lloro.
Mi llanto, oculto en la oscuridad, se desliza por el torso desnudo de esos hombres que me embisten.
Que me aplastan.
Que no me miran a los ojos.
Que sólo buscan desahogar sus penas dentro de mí.
Que me aprietan la piel mientras pronuncian nombres que no son el mío.
Son brutos.
Torpes.
Insensibles.
Como ese gordo de piel rosada que me llamó "puta".
Un animal. Una bestia deforme.
Aunque le repetí mi nombre dos veces. Pero el seguía gimiendo.
Nunca me oyó.

Victoria Branca
Con los pies desnudos

2 comentarios:

valentina dijo...

Bravo Victoria! Me ha gustado porque con pocas palabras te rebelas y calas muy hondo para poner en evidencia la soledad, y el enfado que ésta provoca, además de la fuerza del alma femenina.
Un abrazo
Valentina

Eskita dijo...

que palabras! que bueno lo escrito! Victoria, queria contarte que hace poquito comence la carrera de Counseling y que me encuentro muy apasionada en este mundo! Asi que ahora tengo un motivo más para seguirte... besote grande!

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